quarta-feira, 17 de abril de 2013

ando tão à flor da pele...

Um café mediterrâneo/ibérico/latino foi a maneira que achamos de nos esquivar de baldes d'água (literais e não imagéticos) e coisas doidas aprontadas por segundos anos. Esse café e um chocolate caseiro comprado me levaram a ter uma onda gigantesca de emoções quando meu corpo e minha alma foram jogados contra a Literatura; contra e a favor de algo que algum dia eu tanto amei.
Um dia, eu esqueci. No dia seguinte, eu nem lembrava mais.
E uma hora sentada no laboratório de física ouvindo um sotaque catalão e um sotaque madrileno, desenhados em vermelho e preto numa lousa branca... E palavras mexicanas que de alguma forma se aprofundaram no meu coração e se somaram a todas as emoções que tinham flutuado pela minha pele na noite anterior, quando me apaixonei: me apaixonei por uma cultura nova, por um filme e por uma coisa maravilhosa chamada revolução. E não importava como os topos¹ eram educados... Era eu e uma língua que mergulhava numa parte muito interna de mim e parecia despertar tais emoções esquecidas... E enquanto isso, em palavras de outrem, eu virava refrescante e quente; sutil, pequena, constante e intensa, tudo de uma única vez. E, naquele momento, eu me senti assim: como se fosse estourar de tanta nostalgia e emoção no meu peito; no meu calado calabouço que meus lábios guardam sentados em frente à casa onde eu sempre morei, algo gritava e tocava uma canção de primavera, pedindo por liberdade cotidiana.


Educar a los topos

"El salón de clases se encontraba en el primer piso de un edificio de tres plantas diseñado en escuadra. Este edificio, pese a su importancia, ocupaba una sexta parte de las instalaciones. Al igual que la caseta de mando, los salones contaban con amplios ventanales a través de los cuales los oficiales vigilaban el comportamiento del alumnado. Sobra decir que la mirada acusadora de un alto mando sobre tu persona te obligaba a considerarte culpable de haber nacido. Los muros eran de tabique blanco y las lámparas de neón que iluminaban el interior se encendían desde la madrugada. Una vez instalados en nuestras bancas, entró un oficial para leernos la cartilla: un hombre sin gracia, serio como una planta de sombra, moreno; sus tres insignias en las hombreras anunciaban que estábamos frente a un ser superior a nosotros. Si un cadete se atrevía a salir del salón sin permiso o se le descubría violando el reglamento sería arrestado de inmediato. Y si el delito era más grave nos esperaba un calabozo, o una celda correctora como se le llamaba también de manera científica e hipócrita. Fue la primera vez que la palabra arresto cobró una importancia inusitada en mi vida. A mis once años podía ser arrestado si violaba los reglamentos o asomaba las narices fuera del salón de clases. Arrestado como un adulto o un criminal que roba o asesina: desde ese momento tendría que andarme con cuidado porque cualquier estúpido con una insignia en los brazos o en los hombros podía arrestarme, golpearme, encarcelarme, y hacer que recogiera con la lengua mi propio vómito. Luego de amenazarnos con la reclusión en el calabozo, los ejercicios a pleno sol – sentadillas, lagartijas, abdominales - o la limpieza de los excusados, el oficial nos comunicó que a partir de ese momento nuestro jefe de grupo sería el cadete Garcini. Gozaríamos de un descanso de nueve treinta a diez de la mañana, comeríamos a las dos para volver a clases a las cuatro de la tarde y, a excepción de los internos, podríamos regresar a nuestras casas después de las seis.
– Pueden largarse a las seis, pero después de unos días no van a querer volver a sus casas– dijo el oficial, ahogado en su propia risa socarrona.
Qué largos serían los días por aquel entonces. Cada hora invocaba una vida que se marchaba para siempre; sobre todo las tardes que antes se me hacían nada pateando una pelota en el callejón o en el parque de la calle Centenario. El tiempo parecía un borracho que no distingue el reloj y da mil excusas para permanecer sentado en una mesa, un borracho que no sabe que el día y la noche deben acabar. La ansiedad por volver a casa, el deseo de caminar a la tienda o al depósito de leche y comprar los litros necesarios para el desayuno y la cena, de dormir en mi cama sedado por el murmullo del televisor, hacían que las tardes se extendieran como un desierto sin cactus ni dunas, ni datileras: un desierto de cemento caliente, imperturbable cuando las pisadas de miles de hormigas uniformadas lo recorrían de oriente a poniente. Salir marchando a paso redoblado; atravesar el mercado Cartagena aspirando su olor a ciruela avejentada, a sangre mezclada con agua, para enseguida sumergirme en la estación del metro Tacubaya; soportar las miradas a las que se hace acreedor cualquier uniformado; reconocer la silueta de mi casa flotando en la balbuceante oscuridad del atardecer: cada una de estas impresiones constituía el paisaje de

mi liberación cotidiana."

Guillermo Fadanelli, Educar a los topos (2006)

¹ No México, "topo" é uma forma de se referir aos policiais, mas também uma forma de se referir à elite, claro.

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